Os voy a contar una antigua y remota historia que ha corrido por el tiempo a través de múltiples e infinitas voces, un cuento tan longevo que habla de emperadores, reinos y súbditos:
Erase una vez un reino muy, muy lejano gobernado por un emperador muy, muy ambicioso. Tan ambicioso era que en sus propios dominios tan sólo prosperaban aquellos súbditos que hicieran aumentar su riqueza y sólo aquellos que lograran grandes fortunas eran vistos por los codiciosos ojos del emperador. El resto, eran invisibles.
En el reino nadie recordaba con exactitud cómo había llegado al poder, aunque los más ancianos contaban historias de un anterior emperador de mano férrea, también muy avaricioso, que impedía el albedrío de su pueblo hasta que unos valientes guerreros lo vencieron tras conseguir el apoyo del reino sometido. Aunque, como siempre, las promesas de liberación traían consigo vedados anhelos y oscuras intenciones.
Lo que sí que recordaban los mayores, rasgo que compartía el anterior soberano, era que llevaba muchos, muchos años ahí arriba y que, aunque en algunos desfiles donde se vanagloriaba de su propia opulencia se le notaba un poquito más viejo, todos sabían que todavía le quedaban muchos, muchos más años de reinado, tantos como hicieran falta para que los niños no nacidos se convirtiesen en los ancianos a los que les perteneciesen las viejas historias. Y entonces, otro emperador más avaro le sucedería.
Como todo buen soberano, tenía sus enemigos. La mayoría de los súbditos invisibles se quejaban en sus hogares tras algunos de los fastuosos desfiles, pero cuando caía el sol y llegaba el anochecer, los sueños les borraban los reproches. Pero había unos pocos a los que las adormideras no les hacían efecto y cada mañana se levantaban como el grito del gallo, cargados de rabia.
Y tanta rabia sentían, que a veces se reunían a escondidas para verbalizar durante más de una comida las injusticias que cometía el emperador con los súbditos ignorados. En esas citas clandestinas debatían durante horas sobre la forma de mejorar sus condiciones para dejar de ser los tributarios invisibles. Algunos proponían llegar a un acuerdo con el emperador, otros más soñadores, querían recuperar las viejas leyendas de los valientes guerreros que salvaron al reino con el apoyo del pueblo, y los menos, los más radicales, pedían sin evasivas la cabeza del emperador.
Día tras día, se reunían y deliberaban. Todos estaban de acuerdo en derrocar al emperador, pero ninguno de los congregados coincidía en la forma de hacerlo, y mucho menos en el soberano que colocarían después. Con el tiempo, los amotinados se fueron disgregando en reuniones cada vez más y más pequeñas en las que detallaban todos los pasos a seguir, antes y después de la ansiada destronación.
Día tras día, repasaban sus planes, sus consignas y sus objetivos.
Noche tras noche, regresaba cada uno a su casa con la misma rabia con la que se habían despertado esa mañana.
Día tras día, noche tras noche, debatían y discutían.
Y día tras día, noche tras noche, el emperador seguía en el poder.
Y ahora voy a contaros otra historia, una mucho más cercana y actual que no ha corrido por el tiempo, que no habla de reinos, de súbditos o de emperadores, unas palabras que evocan un pasado demasiado lejano. Esta historia habla de hoy, de ayer y de mañana:
Erase una vez un mundo muy, muy globalizado gobernado por un sistema muy, muy ambicioso. Tan ambicioso era que en sus propios dominios tan sólo prosperaban aquellos ciudadanos que hicieran aumentar su riqueza y sólo aquellos que lograran grandes fortunas eran vistos por los codiciosos ojos del dominante. El resto, eran invisibles.
En el mundo nadie recordaba con exactitud cómo había llegado al poder, aunque los más ancianos contaban historias de un sistema anterior de mano férrea, también muy avaricioso, que impedía el libre albedrío de su pueblo hasta que unos valientes revolucionarios lo vencieron tras conseguir el apoyo del territorio sometido. Aunque, como siempre, las promesas de liberación traían consigo vedados anhelos y oscuras intenciones.
Lo que sí recordaban los mayores, rasgo que compartía el anterior sistema, era que llevaba muchos, muchos años ahí arriba y que, aunque en algunas noticias donde se vanagloriaban de su opulencia se le notara un poquito más débil, todos sabían que todavía le quedaban muchos, muchos más años de mandato, tantos como hicieran falta para que los niños no nacidos se convirtiesen en los ancianos a los que les perteneciesen las viejas historias. Y entonces, otro sistema más avaro le sucedería.
Como todo buen sistema, tenía sus enemigos. La mayoría de los ciudadanos invisibles se quejaban en sus hogares tras algunas de los fastuosas noticias, pero cuando caía el sol y llegaba el anochecer, los sueños les borraban los reproches. Pero había unos pocos a los que las adormideras no les hacían efecto y cada mañana se levantaban como el grito del gallo, cargados de rabia.
Y tanta rabia sentían, que a veces se reunían a escondidas para verbalizar durante más de una comida las injusticias que cometía el sistema con los ciudadanos ignorados. En esas citas clandestinas debatían durante horas sobre la forma de mejorar sus condiciones para dejar de ser los tributarios invisibles. Algunos proponían llegar a un acuerdo con el sistema, otros más soñadores, querían recuperar las viejas leyendas de los valientes revolucionarios que salvaron al mundo con el apoyo del pueblo, y los menos, los más radicales, pedían sin evasivas la cabeza del sistema.
Día tras día, se reunían y deliberaban. Todos estaban de acuerdo en derrocar al sistema, pero ninguno de los congregados coincidía en la forma de hacerlo, y mucho menos en el régimen que colocarían después. Con el tiempo, los amotinados se fueron disgregando en reuniones cada vez más y más pequeñas en las que detallaban todos los pasos a seguir, antes y después de la ansiada destronación.
Día tras día, repasaban sus planes, sus consignas y sus objetivos.
Noche tras noche, regresaba cada uno a su casa con la misma rabia con la que se habían despertado esa mañana.
Día tras día, noche tras noche, debatían y discutían.
Y día tras día, noche tras noche, el capitalismo seguía en el poder.